sábado, 3 de marzo de 2012




TONET Y QUIQUETA


Aquella tarde Tonet acababa de llegar de la huerta, donde había estado todo el día desmochando con el azadón los terrones de tierra y arreglando a la vez algunos bancales con el fin de que no obstruyeran el paso del maná líquido que fecundaría el vientre de la tierra para que, en su momento, diera a luz las verduras exquisitas y los frutos apetecibles de los árboles.
Así, las moreras, con su fruto blanco, rosado o negro, delicia que deleitaban el paladar de más de uno con su sabor; así los naranjos, con sus frutos colgando que parecían de oro fino, cuando no llenos a reventar del más blanco y puro azahar de su flor que inundaba la huerta con su aroma embriagador; así los limoneros, generosos a más no poder, dando a ramas llenas, que algunas veces llegaban a resquebrajarse del peso, su amarillo fruto, de utilidad para tantos y tantos platos sabrosos y zumos; así los melocotoneros, regalando su fruto con  un fino terciopelo que apetecía acariciarlo antes de hincarle el diente y que su jugo se deslizara a través de las comisuras de los labios. En fin, tanta variedad de frutos, que esto, más que huerta, era el Edén en la tierra.
Antes de entrar en la casa, Tonet se quitó las espardellas de cáñamo que llevaba manchadas y con pegotes de barro adheridos a sus suelas, pues no quería que Quiqueta se enfadara con él, llamándolo brut (bruto), porc (cerdo), no mires lo que hi fas (no miras lo que haces), no donas més que feina (no das más que trabajo), vesten  a rentar-te (ves a lavarte), etc., etc., y no sé cuántas lindezas más, con esa voz tan cantarina que a él lo volvían loco cada vez que la oía. Pero lo volvían loco de amor, todo hay que decirlo. Y más cuando se lo oía decir en valenciano.
Tonet y Quiqueta se conocieron en una fiesta de Pascua, cuando la gente sale al campo a comerse la mona y a empinar el cachirulo (o cometa, en castellano). Se juntaron, como cada Pascua, un grupo de xiquets (chicos) y xiquetas (chicas), con ganas de gresca sana. Se intercambiaban las viandas de la merienda, y todo era alegría. Y risa, mucha risa, cuando a alguien, en un descuido, le reventaban el huevo duro contra la frente, ya que es costumbre el llevar huevos duros en estas fiestas, que iban algunas veces adheridos a los panquemados (especie de bollo grande que llevaba azúcar quemada por encima) y en las monas de Pascua. Algunos, pero no todos, hay que decirlo, solía llevar algún huevo crudo escondido, y cuando lo estampaba contra la frente de algún despistado o despistada, se armaba la marimorena. Pero al final la sangre no llegaba al río. Eso sí, al que le tocaba… ropa manchada.
Como era tradición, los lunes de Pascua solían estrenarse alpargatas nuevas, con lazos muy largos para que quedasen bien se sujetas a las piernas. Claro, aquí también era el chillido de las mujeres sobre todo, pues los mozos querían pisarles las alpargatas «para estrenarlas», según decían. Lo mismo que se hacía en la mili cuando jurabas bandera, que si no andabas listo, y a mí me tocó ser el tonto,  te cogían la gorra y rompían la visera rígida que llevaba. Se decían que la «habían capado». Luego los oficiales te arrestaban por no llevar la gorra intacta. Pero eso son pelillos a la mar. Cosas de juventud, que luego se recuerdan con nostalgia.
Acabada la merienda de Pascua, cada cual volvía a su casa; los novios cogidos de la mano, las mamás detrás haciendo de carabinas para que nadie se propasaran, o haciendo la vista gorda cuando el noviazgo estaba ya muy avanzado, y los que no lo eran pero estaban a punto de formalizarlo, se miraban de reojo, reían, se rozaban con disimulo unos con otras y se entrelazaban furtivamente las manos. Iban cantando canciones en valenciano y en castellano, formando un batiburrillo que a veces ni ellos mismos se entendían.  La canción que se llevaba la palma era, cómo no,

La tarara

El día de Pasqua
Pepito plorava
perque el cachirulo
no se li empinava.

La tarara sí
la tarara no
la tarara mare
que la balle yo.

Etc.

Claro, cuando decían lo de que el cachirulo no se le empinaba, todos reían; los mozos giñándose los ojos, y las chicas escandalizándose… de mentirijillas. Y era de ver cómo año tras año se repetía siempre la misma canción, pasando de generación en generación.
Como decía, Quiqueta y Tonet se conocieron en una de esas fiestas campestres y se hicieron novios primero y luego se casaron. Al principio a Quiqueta no le gustaba mucho quedarse sola en la barraca mientras Tonet se pasaba el día entero en la huerta trabajando. Le decía que tenía miedo, ya que en verdad la vivienda estaba aislada, y la más próxima se encontraba a bastante distancia de donde ellos vivían, pues en caso de apuro tendrían que dar unas voces muy fuertes para que alguien las escuchara.
Poco a poco se fue haciendo a la idea de que su vida iba a transcurrir en la huerta. Hizo de tripas corazón y puso todo su afán en hacer de la humilde barraca su hogar, soñando que era un palacio, ella la princesa y Tonet su príncipe azul. Y el duende y el misterio de la huerta se adueñaron de ella, hasta el punto de que cuando se encontraba lejos de su barraca la añoraba. Era como si le faltara el aire para respirar. Nunca se quiso marchar de allí.
Algunos días de fiesta se montaban en el seiscientos que compraron de segunda o tercera mano, porque la verdad no llegaron a saberlo, lo dejaban aparcado en los alrededores de los Viveros, bajaban y andando cruzaban el puente del Real, llegaban a la Plaza de Tetuán, seguían por la calle de las Barcas y se presentaban en la Plaza del Ayuntamiento, que es el centro neurálgico de Valencia. Aquí, en los puestecitos que había, se compraban «una mesureta» (una ración) de chufas y altramuces, y daban vueltas por la calle Ruzafa, calle Colón, Gran Vía Marqués del Turia y volvían luego por la calle Juan de Austria. Se metían en Can Barrachina o en Noel, y allí se compraban unos helados y volvían a pasear por la estación del Norte, por la calle del General San Martí, donde había un teatro, y salían a la Gran Vía de Germanías.
Se sentaban un poco a descansar, se cogían las manos como dos tortolitos y volvían por la calle San Vicente, Plaza de la Reina, calle de la Paz, salida al Parterre, Plaza Tetuán, puente del Real, los Viveros nuevamente, montaban en el coche y regresaban a la huerta, a su barraca, a su palacio.
Algunos domingos incluso se permitían el lujo de comprar entradas para el cine Suizo, que estaba al lado del Ateneo, donde daban películas mudas y dibujos animados, que a Tonet le encantaban. Viéndolas, disfrutaba tanto o más que los niños que había allí dentro.
A la vuelta, si aún era de día, Quiqueta preparaba la cena y la llevaba a la mesa de madera basta que tenían debajo de una enorme higuera, y allí cenaban los dos. El aroma de la huerta, el olor de los jazmines, el rumor de las aguas al correr por la acequia madre, la paz y el silencio que había, sólo roto de vez en cuando por alguna pequeña traca que se oía en la lejanía, señal de que alguien estaba celebrando algún acontecimiento, o el vuelo de las golondrinas con sus chillidos, hacían que entrase una lasitud que quitaban las ganas de levantarse de la mesa.
A pesar de los dos años que llevaban casados, Quiqueta no quedaba embarazada. Y bien que le pesaba a ella. Cada vez que se desplazaba a Valencia, se dirigía a la basílica de la Virgen de los Desamparados, la Geperudeta (Jorobadita), como la llaman los valencianos con cariño, pues como está con el niño en brazos y encorvada, parece que tenga una pequeña joroba, compraba un par de cirios grandes y los ponía a la Virgen diciéndole:

«Oh, Geperudeta i Mare meva, fes que el meu Tonet en deixe embaraçada. Jo ja faig tot el que put, però en sembla que no ni ha res a fer si tu no en donas un cop de mà. Tinc moltes ganes de ser mare, i també el meu Tonet. Per favor, fes un miracle, un miracle de debò. Gràçies. Moltes gràçies, Mare meva. Eres meravellosa. Eres molt maca. I tot el que pugui dir-te, es poc.»

(«Oh, Jorobadita y Madre mía, haz que mi Tonet me deje embarazada. Yo ya hago todo lo que puedo, pero me parece que no hay nada que hacer si tú no me das un golpe de mano. Tengo muchas ganas de ser madre, y también mi marido Tonet. Por favor, haz un milagro, un milagro de verdad. Muchas gracias, Madre mía. Eres maravillosa. Eres muy maja. Y todo lo que pueda decirte es poco.»)

Sí, porque el Tonet quería una parejita. Y acordaron él y su mujer que la niña se llamaría Amparo y el niño Tonet. Le era igual que fuese primero el niño y luego la niña, lo que el Señor o la Virgen le concediese con tal de ser padre, y que dentro de su barraca se oyeran los llantos de bebé primero y luego las risas de niños. Él también lo pedía al cielo, aunque no fuese a la iglesia. Veía que lo que estaba logrando con su sudor en la huerta, y Quimeta en la casa y ayudándole a él cuando era día de mercado en la venta de los productos hortícolas, se iba acumulando en un rinconcito que tenían y siempre decían: «Això per als nostres fils quan vingan» (Esto para nuestros hijos cuando los tengamos).Y juntaban sus manos, se miraban a los ojos, se besaban y se sentían satisfechos.
Cuatro años habían transcurrido ya desde que se casaron, y se sentían más y más frustrados al comprobar que Quiqueta no se quedaba en estado. Los niños no venían, y las conversaciones entre los dos languidecían, pues a veces no sabían qué contarse que no supieran el uno del otro.
Tonet llegó a proponerle a Quimeta que podían ir a un especialista a ver si era culpa de uno de los dos, para saber a qué atenerse. A ella le daba mucha vergüenza tener que exponerse a la mirada de otro hombre que no fuese su marido. No quería. Le entraba pavor. Pero tanto insistió Tonet que al fin se convenció y fueron a un médico que les habían recomendado, que tenía  fama de ser una eminencia en eso de procurar que las mujeres llegaran a tener hijos.
Salieron de la consulta esperanzados después de oír al doctor. A Quiqueta la encontró perfecta, y no tenía ningún problema para tener hijos. A Tonet le dijo que tendría que esperar unos días, ya que tenían que analizar sus espermatozoides para ver si eran fuertes o débiles. Regresaron a su amada barraca de buen humor.
Pasados los días que dijo el médico, Tonet se desplazó a la ciudad para ir a la clínica donde había pasado la revisión. Tuvo que esperar un rato hasta que el doctor lo hizo entrar en su despacho.  Tonet estaba nervioso y se le notaba. El médico le dijo:
―Tranquilo, Tonet, tranquilo. Todo está controlado. Tus análisis salieron perfectos. No Hay ningún impedimento para que no podáis procrear tu mujer y tú. Te recetaré unas pastillas, que están hechas con un combinado de hierbas, que te irán muy bien.
Tonet marchó a casa tranquilo por lo que le había dicho el médico, pero un poco escamado por lo de las pastillas, porque se preguntaba: «¿Qué tendrá que ver mi pito con las pastillas. Recollons!, no lo entiendo. Pero bueno, todo sea por la causa.»
Ya hacía más de un mes que Tonet se tomaba las píldoras y Quimeta no le decía nada. La vida seguía igual. Nada cambiaba. Fueron como cada viernes con la furgoneta hasta el Mercado Central de Valencia a vender las frutas y verduras. En uno de los ratos en que no había mucha clientela, Quimeta le dijo a Tonet que se iba a acercar a la farmacia a comprar aspirinas, alcohol y tiritas que se les había acabado. Que no tardaría mucho en volver. Tonet le dijo que fuese tranquila, que él ya se apañaría solo.
Quimeta llegó a la farmacia y habló con la farmacéutica, a la que ya conocía de mucho tiempo y le pidió si le podía hacer un test de embarazo rápido, ya que desde hacía unos días tenía síntomas muy raros, de los cuales Tonet, su marido, no se había dado cuenta. La farmacéutica le dijo que sí. Que en un momento. Una vez visto el resultado, a Quimeta casi le da un soponcio: ¡estaba embarazada! ¡Qué alegría! «Gràçies, Geperudeta, gràçies!»
Salió de la Farmacia como si flotara en una nube rosa. Tan es así, que tuvo que volver corriendo otra vez porque se había olvidado de comprar las aspirinas, el alcohol y las tiritas. Y si llega a presentarse ante Tonet sin esos productos farmacéuticos, no sabe qué hubiese llegado a pensar.
Aquella noche, mientras cenaban bajo la higuera, Quimeta comentó a Tonet que hacía mucho tiempo que no habían venido sus padres, los de él y los de ella, a comer una paella a la barraca. Que era hora de invitarlos. A su marido le pareció muy bien, pues deseaba abrazar a sus progenitores, lo mismo que Quimeta a los suyos. Se puso en contacto con la familia y los invitó a que vinieran el próximo domingo a pasar el día en la huerta. Las dos familias aceptaron encantadas, ya que no podían estar tanto tiempo sin ver a sus hijos. Su padre, como siempre, le dijo:
Tonet, que la paella tingui molt de socarrat! M’has enten? (Tonet, que la paella tenga mucho de agarrado.)
Si, pare, si. Sempre lo mateix! (Sí, padre, sí. ¡Siempre lo mismo!)
A su padre, como a todo buen valenciano, le encantaba que el arroz se pegase a la sartén, peros sin quemarse. Porque es que está delicioso si no se ha quemado, sino que está dorado, tirando al color de la miel. Cuando lo comentó con Quimeta, le contestó:
―Tu padre siempre quiere lo mismo. Piensa que sólo come él. Pero veremos cómo sale la paella.
Llegó el domingo, y las dos familias estaban muy contentas, ya que se llevaban bien. Quimeta hizo la paella, con pollo y conejo de su corral y las verduras de la propia huerta. Y procuró que el arroz se pegara un poco para dar gusto a su suegro.
Como hacía un tiempo espléndido, ya que estaban a mediados de mes de agosto, prepararon la mesa debajo de la parra. Quimeta sacó una de las mantelerías bordadas de su ajuar que llevó al casarse, y la extendió a lo largo de la mesa. Tonet se extrañó, pero no dijo nada. Se imaginaba que quería agradar a los padres de él y de ella.
Cuando terminaron de comer, una vez recogida la vajilla de la mesa, pusieron las tazas para el café y los vasitos para el licor. Pero, mientras estaban en la cocina, Quimeta habló con su madre y su suegra, y les dijo que estaba embarazada. Las dos mujeres no pudieron ocultar la alegría que les daba la noticia. En seguida la abrazaron y la llenaron de besaron. Quimeta les dijo que, por favor, no dijeran nada todavía hasta que no estuvieran en la mesa. Así se lo prometieron.
Quimeta fue a buscar un jarrón pequeño, diminuto, en que apenas cabían dos troncos de flores, salió por la puerta de atrás de la barraca y se dirigió a un bancal de tulipanes blancos y arrancó el que más se distinguía por su belleza. Y también una rosa, roja como la sangre. El lirio representaba la pureza, la niña. Y el clavel rojo era la fuerza, la sangre, el niño. Cuando los hubo puesto dentro del pequeño jarroncito, les dijo a su madre y a su suegra que se fueran a la mesa, pero que no dijeran nada ni a Tonet ni a sus maridos.
Una vez sentadas a la mesa, apareció Quimeta con una cosa que traía medio tapada con un paño blanco, se acercó donde estaba Tonet, le dio un beso en los labios, lo cual hizo que se pusiese más colorado que un pavo, pues estaban los padres de él y de ella delante, retiró el velo y lo puso delante de su marido. Éste, al ver el jarroncito con el lirio y la rosa roja, pegó un brinco tan grande, que se cayó y fue a parar con sus posaderas al suelo. Sólo acertó a decir:
Recollons i recontracollons! Quimeta, ¿de verdad? ¿No será una falsa alarma? ¿No te habrás equivocado?
―No, Tonet, no. Estoy ya de dos meses. Me lo dijo la farmacéutica el día que te dejé solo en la parada y fui a hacerme un análisis. No me viene la regla desde hace sesenta días. ¡Vamos a ser papás!
Cuando fantaseaban con tener hijos, un día Quimeta le dijo:
―Tonet, el día que quede embarazada, te lo diré presentándote un lirio muy blanco y una rosa roja dentro de un recipiente. Como entonces no sabré lo que va a ser, el lirio representará a una niña y la rosa roja a un niño. ¿Te parece bien?
―Lo que tú decidas, Quimeta.
Sin poderlo remediar, Tonet se echó a llorar y abrazó a su mujer con tantas ganas, que casi le hizo daño, y la besó, y ahora ya no sintió ningún rubor al estar los futuros abuelos delante. Y le dijo a Quimeta:
―Ara si que tot será per a nostres fills, perquè segur que tindràs més d’un, oi? (Ahora sí que todo será para nuestros hijos, porque seguro que tendrás más de uno, ¿verdad?)
―Si, Tonet, amb la ajuda de la Geperudeta, formaren família nombrosa. (Sí, Tonet, con la ayuda de la Jorobadita, formaremos familia numerosa.)
Los futuros abuelos los abrazaron y les dieron la enhorabuena a los dos. Fue un día de alegría para todos.
Y cada vez que Tonet y Quimeta iban al mercado a vender sus productos, al volver a la barraca, a su amada barraca, decían: «Ja tenim una mica més de diners per al nens!» (¡Ya tenemos un poco más de dinero para los niños!) Porque aunque ellos hablaban en plural y sólo esperaban a uno, lo cierto es que la Geperudeta les envió un lirio blanco y una rosa roja.


                                                                                  ©A. S. L.
 (16-2-2012)























2 comentarios:

  1. Qué bonito relato Alfonso!!!! cuántas palabras que aprender!!!! Me alegra mucho estrenar tu blog.
    Sigues Benvingut amic. Salut.

    ResponderEliminar